¿Y qué de aquel facha llamado Roger de Flor?
Si Ada Colau se hubiera permitido un momento para informarse de quién fue el Almirante Cervera antes de borrarlo del callejero barcelonés, habría reparado en que no era un facha, y no solo porque no existía el fascismo en su época, sino porque el almirante era un liberal con una biografía honrada. Inútil esperar disculpas de la alcaldesa, al fin y al cabo solo ha hecho el ridículo. Este gobierno (si cal) municipal –¡ay de nosotros que la votamos!– celebra con fiestas populares sus únicos logros que son desmontar el monumento de un esclavista (¿para cuándo el cambio de nombre del parque Güell, por lógica?) y sustituir unas cuantas placas del callejero. Le espera una tarea fascinante, ya que aparte del caso notorio de Sabino Arana hay bastantes más especímenes en el nomenclátor barcelonés que merecerían ser erradicados en cualquier ciudad que se precie como civilizada. Vayamos por partes, empezando en el barrio del Pueblo Nuevo.
Ahí está el carrer dels Almogàvers. Lindo nombre, evidentemente de raíz árabe. Googlee usted la controvertida etimología. Los almogávares eran de algún modo la misma cohorte que ahora baja cada quince días con mil autocares desde sus pueblos pirenaicos para colapsar y afear la ciudad de Barcelona con sus banderitas y modales un poco asquerosillos (¿daneses?) a la hora de zamparse el contenido de sus túpers. En el siglo XIII-XIV lo tenían bastante más crudo, sin busus ni atrezzo cortesía de ANC y Omnium. Eran mercenarios que llegaron a sembrar el terror, de forma notablemente más salvaje que cualquier Comité de Defensa de la República, y no en los alrededores de Barcelona sino por todo el Mediterráneo, desde Sicilia hasta Constantinopla. Pronuncie usted el nombre de Roger de Flor hoy, en el siglo XXI, en Atenas, y aún hay gente que se estremece. Aunque no era catalán –originario de Brindisi con el nombre germano Rutger von Blume– se hizo con el liderazgo de los Almogávares en su mayoría catalanes rupestres que merodearon por Grecia y Asia Menor. Primero era pirata, luego saqueó multiples sitios de Macedonia y Tracia, masacró la población civil de Galípoli y destrozó la ciudad de Tebas, entre otras lindezas. Cualquier página web que se ocupa de estos mercenarios o guerrilleros y la historiografía europea en todos los idiomas lo confirman (excepto la Viquipèdia catalana que resalta a Roger de Flor como „figura mítica” que „sobretot fou fidel als seus homes“, sin siquiera mencionar Galípoli y Tebas). Pero no hay duda, Roger de Flor fue una bestia.
Alguno dels seus homes le siguen haciendo compañía en el callejero del Eixample barcelonés. Empezando por Muntaner, el escribano de la tribu y responsable de que sus hazañas hayan cuajado en el imaginario catalán. Era pura megalomanía; así en 1304 Rutger von Blume, Ruggero da Fiore o como se llamara, después de una gran victoria sobre el ejército turco, se hizo proclamar César del Imperio Bizantino. No le duró mucho, como todas las desmesuras catalanas desde entonces, aunque un poco más de ocho segundos.
Tampoco el Rocafort de la calle homónima era un queso azul (que es lo que piensan los turistas que también relacionan la calle Casanova, en Barcelona habitualmente pronunciada Casanovas –dios sabe por qué–, con aquel seductor y fabulador veneciano que por cierto lo pasó fatal en Barclona: 40 días en los calabozos de Montjuïc, allá en el año 1758. Habría sido elegante que Barcelona lo hubiera compensado póstumamente, pero no: cualquier escolar catalán sabe quién era Rafael Casanova, mientras que Giacomo, el Chevalier de Seingalt, le retumbe en su vacío mental.
Para volver a Bernat de Rocafort, que también tiene el honor de llevar el nombre de una de las calles de la “Reforma y Ensanche de Barcelona” de Ildefonso Cerdá: tomó el relevo de Roger de Flor, después de su muerte violenta, como cabecilla de los Almogávares. En Grecia la “venganza catalana” que lideró es, hasta hoy, proverbial y sinónimo de atrocidades que difícilmente serían del agrado de nuestros regidores comunes actuales. ¿Y quién fue Entença? De este guerrero hay menos noticias, pero era, como Roger de Lluria, otro laureado de aquella pandilla de brutotes.
Venga, alcaldesa, con lo biempensante que es usted, política y oportunamente correcta hasta la levitación postpolítica: redímanos de una vez de estos villanos llamados Entença, Rocafort y tal vez hasta de Muntaner (por su connivencia, y por nuestra conveniencia) porque son una vergüenza aceptada durante mucho tiempo por pura ignorancia. Y rebautice la calle Roger de Flor en honor del Almirante Cervera, un caballero a todas luces más agradable y legal que aquellos gañanes (un eufemismo) medievales.
Era la Renaixença que ideó este callejero nacionalista y en parte malsonante –compárese el de París o de Madrid: da envidia– para el barrio del ingeniero Cerdà que iba a ser y es el fabuloso centro de Barcelona. A Cerdá le dedicaron más tarde una plaza, más bien un cruce de autopistas (urbanísticamente ahora bien resuelto) que está fuera del perímetro de su plan. Parece aberrante, pero en Barcelona lo más absurdo (casi) nunca le llama la atención a (casi) nadie.
Una primera sugerencia: intercambiar los nombres de la plaza España y la plaza Cerdà. Dejar al estat espanyol más en las afueras debería ser del agrado de los independentistas. Que se largue España al cruce de la Ronda del Mig con la Autovía. Pero –segunda sugerencia–: en el Plan Cerdá el nudo de la plaza de las Glorias –premio para quién sabe a qué glòries catalanes se refiere (no vayan a ser los malhechores y sus esbirros del 1300)– era el punto álgido de la ciudad en expansión, si un proyecto igualatario como el del gran ingeniero tuviera un centro. Parece sensato quitar las placas de las Glorias (¿aún persiste alguna en este follón interminable de obras insensatas?) y reemplazarlos por el nombre de Cerdá.
Mi tercera sugerencia es ligeramente más atrevida: ¿Porque no tirar abajo todo el Eixample? Ya que el plan Cerdá fue un proyecto impuesto en 1859 por el pérfido Borbón a pesar de que el ayuntamiento de Barcelona se había pronunciado por la propuesta del arquitecto Rovira, más convencional (y que, dicho sea de paso, hoy haría Barcelona intransitable con sus plazas estrelladas). Rovira aún tiene plaza, placa conmemorativa y hasta estatua en el barrio de Gracia. Con él por fin podríamos construir una Barcelona purgada de toda contaminación facha.